jueves, 7 de mayo de 2009

Las "Duchas escocesas" de José Ángel Monteagudo

A JOSÉ ANTONIO; POR SUS CONVERSACIONES.

“Fantasmas y glorias, leyendas y glorias,
por tierras escocesas van”.
Duncan Dhu


DESNORTADO

Su huida hacia delante se me estaba haciendo demasiado larga. Ni en las infinitas inauguraciones que se sucedían en la Ciudad Grande, ni en exposiciones de la más diversa índole, ni siquiera disponiendo de un Campari en Casa Pascualillo; Juan Campasolo no ofrecía su presencia pública. Tampoco en su bendito refugio de Quimpabán había sido avistado, ni dieron razón de él cuando pregunté al paisanaje residente aprovechando un receso de un viaje de los “Amigos del Libro de Segunda Mano” al cercano monasterio de Veruela, siguiendo la sensual estela de las rimas de Gustavo Adolfo. ¿Dónde estaba?
Unos comentaron la probable acción de un breve periplo escocés, su potencial regreso al Pireo (incitado por el ser de su último trabajo) o un viable y definitivo alejamiento de los escenarios culturales dedicándose al trasiego de orujos y diversos brebajes. Otros aseveraban su dedicada entrega a la recogida de la endrina para someterla a pública maceración –para posterior y colectivo disfrute en largas y amenas sobremesas, que era lo que a él más le gustaba– así como al cultivo de aforismos en huerto de tierra libre para combatir la mala leche de lo inefable, pues como él mismo me comentó en alguna ocasión; “lo inefable es el pulgón de las palabras, por ello la tierra libre, esa que pueblan la imaginación y la opinión, la realidad del cuento y la fantasía de lo real, esa que perpetuamente abona la palabra y la expresión, es el mejor remedio contra esa absurda plaga”. Cientos de conjeturas e hipótesis sobre su posible paradero pero, en definitiva, nada claro.
Esperanza no andaba aún perdida.

ENCUENTRO

Todo es expresable, según Campasolo, pero cuando lo vi –esa tarde– cruzando a la carrera aquel paso de cebra de la plaza San Francisco me encontré enfangado en lo más profundo de mi silencio. Me sentí como el líder de los pulgones... sin palabras. Inicié la carrera tras su estela, doblé por la siguiente esquina y Campasolo traspasaba el dintel de una conocida taberna escocesa de la zona. Cuando accedí a la misma, él ya se encontraba al fondo de la barra. Un segundo, percepción del límite visual, gesto de sorpresa, alegría infinita, abrazo sincero. Así fue nuestro encuentro; rodeados de pintas de cerveza, jóvenes estudiantes de filosofía y un decorado seudobarroco inspirado en las tierras –que no las esencias– de William Wallace.
Charlamos durante más de tres horas, tiempo en el que la propiedad asociativa de las cervezas albergó numerosos sumandos. Su desaparición de los escenarios habituales –como me comentó sonriente, aunque algo dubitativo– se debía a una causa de fuerza mayor, a un devenir al que nadie nos podemos oponer ni enfrentar pero sí disfrutar.
–¿Disfrutar? –pensé en voz alta mientras le daba vueltas a su inquietante metáfora.
–Sí hijo, sí –espetó seguro–. Parecerá otra cosa desde el poliedro vital que ahora habitáis. Vosotros vivís con o de los recuerdos, yo vivo en ellos. Cuando recuerdas alguien actúa, alguien es el protagonista de esa memoria y lo que es más importante el actor principal vive, hace vivir y se traslada –de inmediato y con todos los gastos pagados– al lugar y acción a la que ha sido requerido por ese pensamiento. Por eso estoy ahora aquí, contigo. Por eso vivo y viviré en el recuerdo de todos vosotros.
–¿Ghost o El sexto sentido? –sugerí socarronamente citando cinéfilos argumentos.
–No, nada de eso –respondió a carcajada limpia–, prefiero “El Mago de Oz”.
Campasolo apuró su pinta negra, se levantó de la vetusta silla, recompuso su camisa y vistiéndose su gabardina clara exclamó mientras nos fundíamos en un abrazo amigo;
–¡Hasta la próxima! Cuídate y sigue escribiendo... y leyendo.
–¿Nos veremos en Quimpabán? –pregunté.
–O donde tú quieras –sonrió arteramente mientras se calaba un bonito sombrero de fieltro gris y abandonaba con paso seguro la taberna–. Ya sabes, el recuerdo nos lleva.

La cabeza empezaba a darme alguna vuelta más de lo necesario. Me levanté de la silla y acercándome hasta la barra pedí la cuenta con la mirada fija en los descomunales pechos de la camarera, más desorbitados sin duda por los efectos de la cebada fermentada. Cuando trajo la cuenta también me pareció igual de abultada y a la par que saldaba el pago, mis neuronas clamaban; “¡Jodido Campasolo, ahora entiendo lo de los gastos pagados! ¡Claro, la realidad está en otro barrio distinto al del recuerdo!
Campasolo sonreía en la calle, al otro lado de la puerta.

OLD TOWN

Con paso errabundo alcancé la salida de la taberna. Ya en la calle me puse la chaqueta pues la bofetada de frío estrellada en mi cara fue certera y convincente. La niebla residente en la Ciudad Grande de aquel diciembre no se parecía en nada a la de otros diciembres. Mi intención era visitar el quiosco de la Plaza, antes de que lo cerrasen, para adquirir un ejemplar del Diario de Quimpabán. El empedrado del suelo era un elemento extraño en el conocido decorado y la placa del callejón me hizo contemplar otra realidad; “el callejón de Mary King´s Close” –leí sorprendido–. Me froté los ojos –como en los tebeos– apurando párpado. Sí, era el callejón embrujado de Old Town en ¿Edimburgo? Sí, la capital escocesa, Dùn Éideann tal y como la conocen en gaélico escocés. ¿Era aquello cierto o estaba la malta adulterada?

Decidí sacar provecho al traslado. Visitando el Museo de los Escritores –en una bocacalle de Lawnmarket– percibí la presencia de Juan Campasolo conversando con sus colegas oriundos de esta tierra. En una encendida discusión Campasolo recriminaba a Walter Scott su querencia a iniciar camino en la novela histórica... “No sabes la lacra que nos traerán tus ideicas dentro de dos siglos”. También le comentó; “Ivanhoe está bien, pero prefiero la línea de El canto del último trovador”. No menos vehemente fue su charla con el poeta Robert Burns, el cual regaló a Campasolo una selección de poemas escritos a mano y éste correspondió obsequiándole con su última obra “Yogur Griego”, comentándole que siempre le había ilusionado visitar Edimburgo; la bien llamada “Atenas del Norte”.
Mucho más larga, pausada y tranquila fue su charla con R. L. Stevenson; su afición por los viajes, sus mundos exóticos, sus visiones éticas y dramáticas de la vida, rondaron la larga tarde. Stevenson le comentó su estancia por los Mares del Sur, su apodo samoano “Tusitala” (en cristiano “el contador de historias”) que aún reza en su tumba del Pacífico, aunque recalcó que “en este nuevo estado del recuerdo se disfruta de estos viajes telúricos como un niño”.
Caminaban por la Royal Mile, tras visitar el castillo de Edimburgo, siguiendo por Canongate con dirección a Holyrood Palace. Campasolo le habló del Partenón, de la Huesca de su infancia, de Casas Blancas, de su refugio dorado en Quimpabán junto al Moncayo... ¡Ah! El Moncayo, bendita imagen. Conversaron de sus obras “Nuevas noches árabes”, “La serpiente multicolor”, “La isla del Tesoro”, “Gaseosas de papel”, “Dr. Jekyll y Mr. Hyde”... Aquí me pellizqué con fuerza en el brazo. ¿Tendría yo también una doble personalidad trasladada en una de sus vertientes a la predisposición a soñar despierto? Me era indiferente. Simplemente, por estar allí, me sentía un privilegiado.

Su paseo acabó en la colina de Calton Hill. Allí, atardeciendo y con la capital escocesa a sus pies, se despidieron.
–Bueno Roberto –río Campasolo–, te dejo el original de mi obra póstuma “El Encyclopaedium”. Espero disfrutes con sus historias que son parte de mi. La mala suerte me ha impedido verlas publicadas.
–Tranquilo John –asentó Stevenson–, todo llegará. Acuérdate de mi novela Weir de Heriston. Hasta en lo póstumo se disfruta. Espero que nos una alguna vez en el tiempo otro recuerdo, quizás en la presentación del Enciclopaedium, quién sabe.
–Espero que así sea, amigo –respondió Campasolo abrazándolo.

LA DUCHA ESCOCESA

El misterio de la ducha escocesa es la alternancia del frío y del calor. Muy beneficiosa para el tejido conjuntivo y el sistema vascular. Igual de beneficiosa que las sanas palabras, que las buenas historias, que los buenos amigos. Yo tengo un gran amigo, un buen hombre letraherido desde niño, un fabro de las palabras, un fabuloso escritor con el que sigo conversando cuando activo su recuerdo, cuando me llena de sus cuentos, cuando leo sus libros. Su nombre es Juan Campasolo, aunque en la intimidad lo llamo José Antonio.
Él me hace sentir real en el mundo ficticio de los cuentos. ¿O era ficticio en el mundo real? Creo que todo ha sido un sueño, digo... un cuento. Un bonito cuento.

José Ángel Monteagudo

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